Desde aquel año 1981 en el que se promulgara el primer estatuto de autonomía y en el que la Junta de Andalucía comenzara su singladura político-administrativa, han transcurrido más de cuatro décadas. 42 años es tiempo suficiente como para tener percepción de cómo le ha ido a Granada después de constituirse esta Andalucía, la más artificial de las comunidades autónomas surgidas al socaire del proceso autonómico. Más que Madrid, cuyo sentimiento de región era casi igual de inexistente, y mucho más que La Rioja, cuyo nacimiento se decidió porque les pareció bien a los munícipes de Logroño en aquel momento.
Granada, 42 años después de Andalucía, está netamente, en términos comparativos, peor de lo que estaba. Lo ha perdido casi todo y es una provincia que zozobra entre su importante nombradía y su insignificante peso político y económico actual, como afirmaba Bosque Maurel. Incorporada en una región resultado de la suma forzada de ocho provincias, ha sido relegada a ser una provincia y una capital de tercera categoría, en una comunidad autónoma de segunda.
Hecho este somero análisis que a nadie se le escapa su acierto, los dirigentes granadinos queremos expresar que somos mayoría los que pensamos que se ha llegado a un punto de no retorno en el que Granada tiene que definir su ser o no ser.