Un día tres de abril de 1624, era miércoles santo, y un joven Felipe IV con sólo 19 años, y expectante por conocer el Reyno de Granada entra en su capital por la Ribera del Violón con un numeroso séquito, entre los que se encontraban el conde-duque de Olivares, el duque de Medina Sidonia o el gran Quevedo; que, por cierto, no terminó con muy buenas relaciones con Felipe IV, entre chanzas y desafíos tratándose de dejar uno al otro en ridículo a costa de las mancebas, cortesanas y rameras.
Volviendo a nuestra historia, Granada se volcó en la visita Real y le organizó toda clase de parabienes y homenajes. La Granada imperial comenzaba su decadencia con su joven rey alojado en la Alhambra durante su estancia de una completa semana. Y en esa, las autoridades, para ensalzar la visita proceden a levantar una puerta monumental en la entrada de lo que hoy es la calle Mesones (la calle de moda de la época donde se encontraban los locales en la que se podía divertir, comer, beber, dormir y asearse sin moverse de la zona “Mesones tiene la fama y Alhóndiga la posada” se decía).
Así, se construye esa “Puerta Real” efímera, que se encontraba en lo que se llamó hasta esa fecha Puerta del Rastro, con el río Darro abierto totalmente a su lado. Junto a esa nueva Puerta Real, cómo terminó llamándose, se convirtió en eje cultural de la ciudad durante algunos siglos; y también de paseo de la joven burguesía de la ciudad durante varias décadas, llegándose a llamarla a mediados del pasado siglo “el tontódromo”.
En la esquina de esa efímera puerta se erigió en uno de sus muros una hornacina con un cristo que permaneció en ese lugar hasta dos siglos después, de dónde fue trasladada a otra esquina, la del actual Hospital de San Juan de Dios que cuenta con gran devoción por los devotos.
Y esta es una de las historias de esa Granada romántica que se contó mucho en el Reino de España, desde su conquista por los Reyes Católicos hasta bien entrada la cuarta parte siglo pasado.