Cuando la decencia marca el límite de la lealtad y la obediencia. ¿A quién se debe un político? ¿A su partido? ¿A los ciudadanos que le eligieron para defender un proyecto, una ideología?
¿Cuál es el límite de la obediencia y la lealtad?
Disciplina, lealtad, obediencia, son conceptos propios de organizaciones jerarquizadas que permiten dar cohesión al grupo, ofrecen un sentido de pertenencia a las personas, mantenerse en el tiempo y habitualmente lograr los propósitos que la propia organización se ha fijado. La clave que sustenta todo el andamiaje se sitúa en el propósito; para la religión es una Fe, para las empresas el negocio, para los ejércitos la defensa de la patria y sus intereses, para los partidos políticos una idea de país asentada en una ideología más o menos transformadora.
Hay otro rasgo común a estas organizaciones: el paso del tiempo y las circunstancias hace que se adapten a situaciones concretas. En estos casos el conflicto entre ortodoxia y heterodoxia forman parte de los procesos históricos.
Se trata de escoger entre ser libre o preferir la mentira dentro del partido
Los conflictos religiosos han sido parte consustancial de los conflictos humanos, el mundo empresarial se adapta a los cambios con una celeridad en la que va su propia subsistencia, los ejércitos moldean su doctrina adaptándola a las necesidades y la evolución de los conflictos, y los partidos políticos adaptan sus estrategias para alcanzar el poder y teóricamente aplicar sus proyectos que siguen metas ideológicas. Todos bajo una máxima: lealtad, disciplina y obediencia.
El conflicto entre ortodoxos y heterodoxos puede llegar a que la disconformidad se vea contemplada como traición; algo muy reglamentado en los ejércitos pero no así en las organizaciones políticas.
La traición suele ir aparejada con el término vileza, aunque no siempre sea así. En el terreno de la política se usa una palabra que hemos asumido como sinónimo: el transfuguismo, que consiste en el momento en que un político cambia el sentido de su voto o se pasa a las filas del adversario traicionando al partido en cuyas listas electoras fue elegido. Casos hay para no detenernos en uno. Pero también hay otro tipo de “traidores” en política: aquellos que sienten que aquella ideología que formaba la esencia de su partido no es tal, ha desaparecido o sencillamente se contempla con otros ojos. Para estas personas se hace muy difícil seguir la disciplina de una organización, la desobediencia se impone (en muchos casos como imperativo moral) y la lealtad se usa contra ellos como arma para silenciarlos. El dilema es, como explicó uno de estas personas, Jorge Semprún, entre ser una persona libre o preferir la mentira dentro del partido.
Es aquí donde nos enfrentamos al mayor dilema del límite de la obediencia y la disciplina. ¿A quién se debe un político? ¿A su partido? ¿A los ciudadanos que le eligieron para defender una ideología? ¿A los votantes que lo eligieron para defender los intereses de un territorio? Es en estos momentos donde la línea divisoria entre la lealtad (a veces presentada como sacrificio personal, pero que suele esconder jugosas sinecuras) y la decencia son el dilema que hay que atreverse a afrontar.