Para Castillo Higueras, la ciudad se convertía en un lugar vivo en el que el tiempo se diluye y el pasado no existe, sino un continuo presente sobre el que debe armarse el futuro.
ANTONIO BERNARDO ESPINOSA RAMÍREZ
Hace unos días que, al consultar mi correo electrónico, un aviso en rojo me indicaba que me estaba quedando sin memoria de almacenamiento y debía proceder a eliminar archivos (o pagar más que, en su caso, es lo que mueve Internet). Procedí a eliminar algunos de éstos y mi enfado se tornó en alegría al encontrar un archivo que creía perdido. Era el registro grabado de una conversación con José Miguel Castillo Higueras de hacía unos años. Como los hados del destino, el archivo sonoro vino de nuevo a mí coincidiendo con el año de su asesinato.
Conocí a José Miguel hace muchos años y tuve la suerte de trabajar con él en varios proyectos culturales en el Auditorio Manuel de Falla, ya fuese trabajar sobre el músico gaditano, sobre Ángeles Ortíz, Ismael de la Serna, Constantino Ruíz Carnero o sobre Hermenegildo Lanz siempre fue un placer porque, a pesar de su caos metodológico, era una fuente inagotable de conocimiento y de curiosidad por la tradición y la contemporaneidad. Las horas pasadas investigando y seleccionando documentación con él y con Enrique Lanz en el maravilloso estudio del artista granadino en los Hotelitos de Belén son una experiencia inolvidable.
Con los años perdí el contacto y lo volví a recuperar hace una década. Nos encontrábamos a diario al llegar yo al trabajo cercano a su casa: aparecía con su paso vacilante, llevando a su perro de paseo. No escatimábamos en perder un rato hablando de cultura y sobre todo de Granada, su patrimonio, su historia y su identidad. Algunos días se acercaba a mi despacho y charlábamos sobre Granada y en uno de ellos le pedí permiso para grabar la conversación; por entonces yo trabajaba en una investigación sobre la memoria de Granada y su callejero.
No escatimábamos en perder un rato hablando de cultura y sobre todo de Granada, su patrimonio, su historia y su identidad.
Esa es la conversación que recuperé hace unos días, un documento histórico en la que uno de los protagonistas de la Transición en Granada habla de lo que se encontraron en el ayuntamiento, de los días en que Granada cambiaba, de los peligros y sobre todo de recuperar su identidad, de la Toma y de Mariana, y de la carcundia a derecha e izquierda (que la hay cada vez en mayor número aunque revestida de posmodernidad tolerante) algo que siempre estuvo presente en su labor y en su pensamiento. Concejal comunista, fue luego un destacado artífice de la protección y la recuperación de las señas de identidad de la ciudad durante los gobiernos socialistas. Discutido, acusado de elitista era sencillamente un hombre que supo congeniar tradición y modernidad en sus mejores símbolos.
Hablar con José Miguel era vivir la ciudad de manera atemporal, como si pasearas por una calle y después de dialogar con Álvarez de Castro y al girar hacia la siguiente calle te encontraras con la reina Isabel; la ciudad se convertía en un lugar vivo en el que el tiempo se diluye y el pasado no existe, sino un continuo presente sobre el que debe armarse el futuro, pero un futuro en singular no adobado con andalucismos impuestos.
Lo recordaré con una sonrisa, en una de sus bromas atemporales. Después de salir de mi despacho lo escuché detenerse con mis compañeras de recepción: les contaba que nuestro edificio había sido la vivienda del comandante Valdés, el hombre que firmó la sentencia de muerte de García Lorca y que por las noches su fantasma castigado deambulaba por el edificio arrastrando su culpa. Ellas no lo creyeron pero les aseguro que no quieren subir cuando anochece a la última planta. Genio y figura de un granadino al que siempre habrá que recordar.