Hace más de cuatro milenios floreció durante la Edad del Bronce antiguo, en el sudeste peninsular, la cultura argárica; una civilización política y jerarquizada, enigmática, que se desvaneció misteriosamente. Su nombre deriva de uno de sus principales yacimientos, el de El Argar, localizado en la localidad almeriense de Antas.
La argárica se trató, según las principales voces, de una civilización militarista que se extendió por el área delimitada por los principales ríos murcianos y almerienses y que penetró hacia el interior del territorio alcanzando zonas de Jaén, Granada e incluso Ciudad Real y Alicante. Se cree que fue una de las pioneras en tener una organización política y quizá fue uno de los primeros estados que se conocen.
La cultura del Argar gira en torno a la explotación minera y la producción de herramientas de metal de gran demanda comercial. Es por eso que los principales núcleos de población de la cultura del Argar se localizan en zonas mineras, en lugares de extensos pastos y junto a vías de comunicación, y siempre en alto, como sucede con el yacimiento del Cerro de la Encina de Monachil.
La elección del cerro donde se construía el poblado era fundamental. Debía tener grandes posibilidades defensivas. Se amurallaban, pero no todas las casas estaban dentro del recinto fortificado, sino que algunas se construían extramuros. En los yacimientos argáricos se constata también como estaba muy desarrollada la cultura de la muerte.
El hombre argárico, como el que recrea la imagen, cubierto con un ropaje propio del invierno, habitó las estribaciones de Sierra Nevada. Era cazador, agricultor, artesano, minero y guerrero. Los poblados argáricos estaban interconectados como lo demuestra el intercambio comercial y humano entre ellos (principalmente de mujeres).
El conocimiento de la civilización argárica, que se extendió entre los años 2200 y 1300 a.C. es uno de las cuestiones más apasionantes de nuestra historia.