TREINTA Y CUATRO AÑOS DESPUÉS DE LA RECONQUISTA DE LA CIUDAD POR SUS ABUELOS EL EMPERADOR CARLOS LLEGÓ A GRANADA ACOMPAÑADO DE SU JOVEN ESPOSA ISABEL. DESDE AQUÍ PERGEÑARÍA SU ESTRATEGIA POLÍTICA IMPERIAL.
Carlos e Isabel en Granada
Granada, invicta y gloriosa, celebérrima ya por entonces y dichosa por la futura gracia del emperador, nuestra querida ciudad, iba a acoger entre sus murallas medievales, en 1526, a Carlos I de España Hispaniarum regi y V de Alemania según la sucesión de los Habsburgo, el más poderoso hombre de su momento sobre la faz de la tierra, que acompañado de su corte y su joven mujer Isabel de Portugal, llegarían calendas próximas al caluroso verano huyendo del tórrido clima de la ciudad hispalense donde poco antes habían contraído matrimonio.
Hacía algo más de tres décadas que sus abuelos, los ínclitos Reyes Católicos, los del «tanto monta, monta tanto», se habían hecho con las riendas de Granada, “ciudad de sueños y de mil y una maravillas” que, a pesar del tiempo transcurrido y de las primeras transformaciones estéticas causadas por el urbanizador cristiano en la ciudad medieval heredada, seguía denotando aún más la huella musulmana y la sutileza de los sultanes nazaríes que la presencia sobria y magnificente de los grandes señores de Castilla y Aragón.
Pero, ¿quiénes eran aquella pareja de jóvenes que ostentaban el dominio del mundo?
Y ¿quién su arquitecto elegido para dotar a la ciudad de grandeza imperial?
El Emperador Carlos
De costumbres arias, bravucón, pendenciero, y rubio bebedor de cerveza como lo define Juan Eslava Galán, el joven Carlos, por entonces y desde 1506 príncipe de los Países Bajos, llegó a España procedente del norte de Europa para hacerse cargo del trono en 1516 «como Carlos I»; ese mismo año sería elevado al trono de Sicilia «como Carlos IV» y tres años más tarde, en 1519, pasaría a reinar como titular del Sacro Imperio Romano Germánico «como Carlos V».
Había nacido en 1500 en Gante y como hijo de Felipe el Hermoso y de Juana la Loca acumuló, en virtud de un intrincado proceso, una serie tan dilatada como heterogénea de herencias.
De su abuelo paterno, Maximiliano de Habsburgo, recibió el patrimonio de la casa de Austria, básicamente germánico, aumentado por el mismo Maximiliano, con pequeñas, pero estratégicas anexiones: el condado del Tirol, por cesión de su tío Segismundo, las regiones de Kitzbühel, Kufstein y Rattenberg, obtenidas a costa de Baviera o el condado de Gorizia con los anejos feudos friulanos, ocupado como mengua de la iglesia de Aquileya y con amenaza para Venecia.
Por su abuela paterna, María, el joven Carlos resultaba el continuador de la Casa de Borgoña, que si bien extraña y anómalamente excluía el ducado borgoñón, incluía los Países Bajos, el Franco-Condado, Artois y los condados de Nevers y Rethel, esto es, la herencia flamenca.
En tercer lugar, formaban la masa patrimonial hereditaria de la que fue acreedor, las posesiones aragonesas e italianas que le fueron dejadas por su abuelo Fernando el Católico, a pesar de la resistencia que para su entrega mostraron la reina viuda Germana de Foix, respecto de las primeras, y el reino de Francia, respecto de las segundas.
Y cerraban el enorme listado de posesiones los dominios castellanos, acaso los más importantes y que consiguió como sabemos tras una dura guerra civil, integrados además por territorios norteafricanos e indianos, recibidos de su abuela Isabel.
Como es bien visible, el inventario de bienes señala el carácter controvertible de muchas de las posesiones carolinas.
De ahí la serie interminable de sus dificultades, agravadas, en lo interno, por la ausencia de una verdadera cohesión de su enorme legado, a cuyo logro se dedicaría por vida. Fue esta la razón por la que adoptó la institución imperial, por parecerle la única entidad política capaz de albergar en su seno las distintas realidades nacionales a las que se debía, de ahí el nacimiento del Sacro Imperio Romano Germánico, la monarquía universal o la república cristiana, en 1519, que él encarnaba como un auténtico «vicarius Dei».
la ausencia de una verdadera cohesión de su enorme legado, a cuyo logro se dedicaría por vida. Fue esta la razón por la que adoptó la institución imperial
La Emperatriz Isabel
La ruptura de las negociaciones para el matrimonio entre María de Inglaterra y Carlos I, se produjo como consecuencia de la consternación producida en la Corte española por el divorcio de Enrique VIII y Catalina de Aragón.
Ello orientó una nueva política de matrimonios y determinó que en 1526 el emperador casara por poderes con su prima Isabel de Portugal, hija del rey Manuel y la reina María, y hermana de Juan III de Portugal, reinante en aquellos días.
De su padre había heredado Isabel, la estatura prócer, el cuerpo esbelto y elegante, el cabello castaño y abundoso, tersa frente ligeramente abovedada, nariz aguileña, labios finos, boca correcta y cara ovalada; y de su madre, los ojos grandes, dulces, lánguidos y garzos; el cutis transparente y blanco; y la presencia llena de nobleza y arrogancia, según la describe Luciano de Taxonera y refleja su iconografía que captaron pintores como Tiziano, Cranach y Roblot-Delondre.
Tras su partida desde la corte lisboeta en enero de 1526, el 3 de marzo, con repiques, ceremonias y fiestas en toda la ciudad de Sevilla, fue recibida Isabel en la ciudad hispalense.
La joven, culta y bella infanta Isabel era un colmo de virtudes.
El primer encuentro del emperador con su esposa a quien no conocía, según cuenta Ortiz de Zúñiga, fue la tarde del 10 de marzo, en presencia del cardenal Salviati enviado desde de Roma expresamente por Clemente VII para recoger la ratificación matrimonial.
Desde luego estuvieron presentes el Duque de Alba, el Duque de Béjar y otros grandes señores de España. Horas más tarde quedó ratificado el matrimonio en el salón de Embajadores de los Reales Alcázares de Sevilla.
Era Sábado de Pasión según nos cuenta el padre Juan Flórez y ese día no se podían realizar velaciones, por lo que hubo de aplicarse un antiquísimo privilegio que la religión concede a los reyes de España, según el cual, pudo celebrarse la misa de confirmación del matrimonio de los esposos de madrugada. Era ya Domingo de Ramos.
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