(28-F Nada que celebrar)
EL ANDALUCISMO DE PANDERETA IMPONE UNA IDENTIDAD FICTICIA, DESPOJANDO A GRANADA DE SU HISTORIA Y SINGULARIDAD. EL 28 DE FEBRERO NO ES MÁS QUE UNA IMPOSICIÓN AJENA PARA UN TERRITORIO DEL SURESTE PENINSULAR CON RAÍCES PROPIAS, QUE ASISTE AL EXPOLIO DE SU LEGADO MIENTRAS SE FABRICA UNA ANDALUCÍA QUE NUNCA EXISTIÓ.
Desde hace décadas, los sucesivos gobiernos andaluces han llevado a cabo una estrategia calculada para diluir la identidad política e histórica del Reino de Granada, una maniobra que ha encontrado su máxima expresión en la administración del presidente Moreno Bonilla. Esta política no es nueva, sino la continuación de una línea de actuación diseñada para borrar de la memoria colectiva cualquier vestigio de la singularidad granadina, suplantándola por un andalucismo artificioso que se pretende legendario, pero que en realidad nunca existió como entidad política ni administrativa y menos aún como entidad unificada.
El resultado de esta impostura es evidente: un desapego cada vez mayor de la población granadina hacia un sentimiento autonómico impuesto desde 1980, basado en símbolos ajenos y construcciones ficticias. Lejos de fomentar una convivencia armónica entre las distintas regiones históricas que integran la comunidad, el gobierno andaluz ha actuado como una maquinaria centralizadora y homogeneizadora, restando a Granada cada uno de sus elementos y símbolos distintivos.
Ejemplo paradigmático de esta estrategia es la imposición del llamado «Día de la Bandera Andaluza», con la enseña blanca y verde. Este símbolo, cuyo origen está más vinculado a reivindicaciones recientes que a una tradición real y milenaria, se ha utilizado como un instrumento de dominación cultural, relegando y sustituyendo los emblemas históricos del Reino de Granada. En paralelo, se han destinado fondos públicos a la implantación de lo que denominan «habla andaluza«, una aberración lingüística que ignora la riqueza del español y la diversidad dialectal de la comunidad y que en la práctica sirve para diluir aún más las particularidades locales en favor de un estándar artificial.
Pero la apropiación no se detiene en el plano simbólico. Instituciones de arraigo y prestigio vinculadas a la historia granadina han sido progresivamente despojadas de su independencia y muchas de ellas absorbidas por traslado a Sevilla ―y ahora a Málaga― por una estructura autonómica voraz. La eliminación de la Capitanía General en 1984 o el vaciamiento de la Real Chancillería en 1989, instituciones con siglos de historia, fueron solo el principio. Le siguieron la intervención en la Alhambra, que convirtió a un ente nacional en un baluarte de resistencia política andaluza, donde la gestión ha sido desviada de un modo u otro para satisfacer intereses ajenos a su objeto e incluso indebidos para la ciudad, y la asfixia administrativa y financiera a Sierra Nevada, cuyo valor estratégico y turístico es menospreciado en favor de otras regiones, que han llegado hasta apropiarse de su nombre, por poner unos ejemplos.
La Universidad de Granada (UGR), faro del conocimiento en el sur peninsular, también ha sufrido los embates de esta política, viéndose constantemente amenazada por la falta de apoyo institucional y la deriva centralizadora y disgregadora en favor de chiringuitos universitarios. Lo mismo ha ocurrido con la Escuela Andaluza de Salud Pública (EASP), cuya absorción ha supuesto la pérdida de una referencia científica y formativa clave. De casi todas las corporaciones profesionales y académicas. Y ahora está sucediendo la última agresión: el Parque de las Ciencias, una institución genuinamente granadina, cuya gestión primero se llevó a Sevilla para ser controlada, que de facto supone despojar a la ciudad de otro de sus grandes emblemas culturales y educativos.
Este expolio, llevado a cabo con la excusa de la cohesión autonómica, no ha hecho sino incrementar el desapego de los granadinos hacia una Andalucía que se les impone y que les ignora. Mientras se insiste en fabricar un sentimiento de pertenencia sobre una base falsa, se sigue erosionando la identidad y el legado de una tierra que, lejos de diluirse en un artificio, resiste con el peso de su historia. Pero, ¿hasta cuándo y hasta cuánto estamos dispuestos a tolerar este andalucismo falsario?