SUEÑA, MARIANA PINEDA

Francisco José Segovia Ramos

El día es de primavera. El viento trae olores a jazmín. La Libertad llora de rabia e impotencia.

¡Anda, borriquita! ¡Llévame a mi destino! Que no se diga que Mariana de Pineda no sabe ir al cadalso con la cabeza alta. 

Mariana, rubia mujer, joven madre, se mantiene erguida, orgullosa y firme ante el destino.

Ya salimos de la cárcel y atrás vamos dejando ya la Plaza Nueva y la Real Chancillería, en la que Pedrosa, ese vil y denostado alcalde, ha pretendido hasta el último momento que delatara a mis amigos liberales mediante amenazas, presiones. Incluso llegó a halagarme para conseguir sus objetivos. Impotente ante mi silencio y mi negativa a sus galanteos, en su rabia por un fracaso anunciado, ha optado por la más miserable y cobarde de las venganzas: ordenar al fiscal Andrés Oller, otro lacayo suyo, que pidiese la pena de muerte en el garrote vil para mí. Es lo único que ha conseguido, una condena a la pena capital… y nada más, pero seguiré sin confesarle los nombres de aquellos que luchan por la libertad, que tanto confían en mí y que tanto tienen que perder si los traiciono.

Pedrosa, esclavo del poder absolutista ¿dónde escondes tus sentimientos? Acaso haya corazones que sólo palpiten bajo el calor de las hogueras que queman cuerpos, o están atrofiados de tanto odiar lo que no comprenden.

La mañana es espléndida, como si el día pretendiera con su magnificencia ocultar la tragedia que va a suceder. No lo lamento por mí, ya que asumo las consecuencias de mis actos, pero ninguna justicia que se precie debería condenar a nadie por sus ideas. 

La Justicia, Pedrosa, con mayúsculas, no consiste en enviar a las mujeres al cadalso, ni a nadie en general. ¡Pero qué sabes tú de justicias, refugiado en la Chancillería desde la que los adalides de Fernando VII ahogan la libertad de los pueblos!

A pesar de mi dolor no puedo sino sentirme más viva que nunca. Granada se despierta en primavera como las rosas en flor. Granada toda es una rosa, y el sol, amablemente, lanza sus mejores rayos para iluminar la ciudad y mostrar todos sus encantos, para darme un último regalo de despedida que ni el propio Pedrosa puede evitar. Huelo el azahar y el mirto que exhalan los jardines de la Alhambra, allí, en lo alto de la colina, donde contemplo la Torre de la Vela mientras parto con mi triste cortejo hacia la última parada. Tal vez el desdichado Boabdil, aquel rey moro de hace muchos años, sintiera este mismo vacío en el corazón… que parece pararse cuando está a punto de abandonarlo todo. ¡Anda, borriquita, que el calor aún no aprieta!

Granada llora. Llora con lágrimas de ciego que no pueda contemplarla, que no hay pena más grande que ser ciego en Granada. Ni pena mayor que morir en su primavera.

Mi vida no ha sido demasiado feliz, pero no me arrepiento de ello, que todo hay que asumirlo y de todo se ha de aprender. Fui huérfana y viuda demasiado joven, y ambos acontecimientos, lejos de hacerme mojigata y dependiente, me fortalecieron. Siento, eso sí, dejar a mis dos hijos, José María y Luisa, huérfanos a su vez, pero confío en que mis parientes, a los que he dejado a cargo de su custodia, los eduquen y consuelen. 

¿Acaso los hijos han de pagar los pecados de sus padres? Dios no puede ser justo si condena a quien jamás cometió delito alguno. Pedrosa, con las mandíbulas apretadas en gesto de impotencia, observa a la joven dama que monta en la mansa borriquilla blanca.

Podría salvarme, rehacer mi vida, volver con mis hijos y ser otra vez una mujer libre y sin preocupaciones, pero sería a costa de renunciar a lo que siento, a lo que soy, y me convertiría en aquello que más odio y contra lo que tanto he luchado. No, nunca denunciaré a mis compañeros que combaten por traer las libertades a este país, y esa es mi satisfacción y el gran fracaso que tendrán todos los Pedrosas y Fernandos VII que existen y existirán en el mundo. Son sólo sombras que la radiante luz de la Libertad deshará cuando al fin brille sobre todos los hombres y mujeres de buena fe. 

Como toda la canalla, Pedrosa, temes a la luz. Como toda la canalla que medra en la oscuridad, luciérnagas de sombras, no eres más grande que la oscuridad que proyectas. 

-Yo no quería… – murmuras – Yo no quería – como una oración para los muertos.

¡Adiós, ahora, Cuesta de Gomérez! Nunca más subiré al aljibe de la Alhambra a beber tu fresca agua.

La Cuesta de Gomérez se despide tras una curva en el camino.

La gente de Granada se agolpa en las calles, se asoma a las ventanas y los balcones, contempla mi cortejo con un respetuoso silencio. Me miran y bajan los ojos, tal vez avergonzados por no poder ayudarme. He visto lágrimas en el rostro de muchos hombres, y a mujeres que se santiguan y murmuran una plegaria por mí. 

Por ti, Mariana. Por ti rezo, e imploro al Dios desconocido. Por ti Granada llora, y reza, y suplica con gritos apagados por el miedo. Granada, encadenada por siglos de olvido. Dama secuestrada por brutos campesinos y absolutistas monarcas que deciden su negro futuro desde lejos.

El sol calienta ahora más fuerte, y el olor de azahar y yerbabuena empieza a diluirse y desaparecer. Ya vamos por la calle de Elvira, estrecha y recogida entre sombras, y estamos cada vez más cerca del lugar donde se halla el patíbulo que los siervos y verdugos de Fernando VII utilizan con tanta frecuencia.

No hay fiesta en el camino. Elvira, la calle principal de la ciudad, ha visto pasar caravanas de comerciantes, sedas y terciopelos, monarcas y príncipes, ejércitos invasores, y cortejos fúnebres. Elvira, arteria por la que corre la sangre de Granada, ve ahora transitar inocentes condenados.

¿Dónde estás ahora, primo? ¿Dónde te escondes en este día triste y en el que cualquier apoyo es escaso? 

Anda lejos el de Sotomayor. En Gibraltar, a salvo. Lejos anda, el sublevado. 

-Nunca volveré a verte, Mariana – grita desde su exilio inglés. Pero grita en la lejanía y en el destierro.

Aún recuerdo el día que te llevé el atuendo de fraile para que con él puesto pudieses burlar la guardia y huir de la cárcel, y salvaras así la vida. Gibraltar te esperaba, el exilio como compañero, pero la vida para seguir combatiendo por la libertad, también. Esperé noticias tuyas, ¡pero esperé en vano pues no obtuve ninguna respuesta! Esa acción en la que te liberé a cambio de convertirme en el blanco de las iras de los opresores casi me lleva a prisión, pero no consiguieron pruebas suficientes para ello. 

La cárcel es fría. Bajo las piedras de la Chancillería crece el moho y las ratas se mueven libres de miedo. La cárcel es fría, muy fría, más que los huesos de los muertos.

Mi alegría no duró mucho, empero, pues poco después llegó el encargo de la bandera, esa que yo debía bordar… Y la delación de aquel curilla libertino, que hizo que me llevaran a prisión. La libertad tiene muchos enemigos, demasiados. A veces pienso que la tiranía tiene más vasallos que enemigos…

No te equivocas, Mariana, no te equivocas.

Bordé las palabras Libertad, Igualdad y Ley sobre un tafetán morado con un triángulo verde en su centro: nuestra bandera, la de los oprimidos. Yo tenía que coserla, pero no sabía bordar, y precisamente esa fue la causa de mi perdición ya que encargué esa labor a dos criadas. El aprendiz de amante de una de ellas la vio y de inmediato denunció a las autoridades tamaño “delito”. Fui arrestada, presionada hasta límites inconcebibles, y condenada finalmente, pero nunca m he sentido derrotada, y jamás me he convertido en una delatora. ¡Que no se diga nunca que una mujer es menos que un hombre!

Libertad, Igualdad, Ley… ¿tan difícil es entender esas palabras sobre mi piel de tela? He ondeado sobre las masas empobrecidas, y sobre los que odian las cadenas, y sobre lo que detestan las prisiones oscuras y sombrías. Y siempre la vileza me ha mirado con malos ojos desde su atalaya enquistada de soberbia, vanidad y embrutecimiento.

Se ensancha la calle hacia su final, y atravesamos el arco de Elvira. Salimos a la amplia explanada de la Plaza. En su centro se encuentra, en la espera paciente, el patíbulo: el garrote vil, instrumento soez de las retorcidas mentes de los hombres. 

Pedrosa, camina y presencia el último acto de tu severa inquina.

-No quiero, no deseo mirar.

Te digo que mires, que contemples tu obra y seas responsable de tus órdenes.

-No me obligues. No puedo soportar como ejecutan a esa mujer y…

Y sin embargo eres incapaz de anular la sentencia. Pobre hombre. ¡Arrastras más cadenas de las que nunca podrás imponer a hombre o mujer algunos!

Agito levemente mi cabeza y mis rubios cabellos, habitualmente recogidos en peine, flotan y reflejan un sol que – ahora sí- quema la piel. No se escucha ni un susurro a pesar de la multitud que se halla presente. 

Silencio. Sólo se escucha el trinar de unos alborotados jilgueros.

Detienen el paso de la borriquita y me hacen bajar de ella. Pedrosa me observa, rodeado de soldados y escribas. Le devuelvo, desafiante, la mirada, pero sólo durante un momento, lo suficiente para que comprenda que no tiene ninguna esperanza. ¡No, Pedrosa, aunque sigas aguardando y reces para que confiese en el último momento, no lo haré! Serás testigo de cómo muere una mujer que lucha por la libertad, al igual que lo han hecho Torrijos y otros valientes españoles. No seré menos que ellos, ni tú más que los asesinos a los que sirves. 

No, Mariana. Pedrosa no reza por ti, sino por su propia alma.

Avanzo serena, acompañada por el verdugo y los alguaciles, hasta el cadalso. El vestido que me he puesto para mi último día en este mundo, azul con azucenas amarillas, es agitado por una ligera brisa que se ha levantado y que calma un poco el calor de esta mañana. Miro hacia el frente, y se confunde el azul de mi mirada con el azul de este cielo de Granada, a la que tanto amo y por la que tanto he dado y sentido. Mi corazón late más deprisa cada vez, pero no es por miedo, no, sino por la pena de dejar de ver a mi gente, a mi tierra, a mis hijos. 

Granada ahoga un “quejío” de dolor. El lamento de los sueños perdidos vuelve a recorrer la ciudad de los poetas.

Alguien ha gritado, protegido entre la multitud, una frase contra el despotismo. Los guardias no han intervenido, porque no lo han descubierto entre el gentío, o porque no quieren provocar ningún altercado con la multitud. Escucho con claridad algunos sollozos a mi alrededor, como si las paredes de las casas de Granada devolvieran, en ecos aumentados, los gritos silenciosos de los oprimidos. El pueblo contempla, víctima del miedo y la opresión, como soy atada al garrote, incapaz de hacer otra cosa que ser testigo de la injusticia del tirano. La oscuridad viene a mis ojos cuando los cubren con una venda negra. El velo de la muerte ya está conmigo para quedarse. ¡Hijos míos, cuanto os echo de menos! ¡Ojalá el día de mañana podáis vivir en un país donde la Libertad, la Igualdad y la Ley brillen con luz propia!

“A Mariana Pineda

los niños cantan en ruedas.

Era fuerte y delicada

la heroína de Granada”

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