Ganivet y las mujeres

Ana Morilla

Misógino y donjuán, machista y a la vez defensor de las mujeres, depende de la obra de Ganivet que leamos. Lo cierto es que el autor granadino no deja indiferente a los críticos y sigue generando opinión.

Su visión sobre la mujer aparece en su Epistolario, pero también en otras publicaciones como Granada la bella, Cartas finlandesas y especialmente en las obras protagonizadas por Pío Cid, su alter ego.

En algunas parece defender la igualdad de derechos entre hombre y mujer. En otras sostiene que la mujer es inferior al hombre en asuntos de interés general, como la gobernanza, para la que, a su juicio, la mujer no está dotada.

Es curioso que viera el sexo como “un accidente” que no influía más que en la elección de la ropa, eso sí, la mujer debía llevar falda, porque ponerse pantalones, según él, era vestirse de adefesio.

En el norte de Europa le había parecido bien la libertad de la que disfrutaban aquellas mujeres, así como la existencia de numerosas alumnas universitarias, licenciadas y doctoras. Si es que eran solteras. Efectivamente la mujer soltera no debía vivir con el pensamiento puesto en el matrimonio, instruirse era adecuado. Sin embargo –contradictorio hijo de su siglo– esta libertad femenina debía acabar cuando la mujer se sometía a sus tareas reproductivas, contra las que no debía rebelarse. Para él, la tiranía no era del varón, sino de la maternidad. Paradójicamente veía con malos ojos que la instrucción de las mujeres fuera con miras a emanciparse; para eso, según él, era mejor que no salieran de la cocina.

Siempre se manifestó Ganivet en contra del matrimonio. Este, en su opinión, era caer en una bajeza nacida del sometimiento al instinto de la especie. En algún momento llegó a decir: “La palabra ‘casorio’ me horroriza mucho más que la del cólera asiático”. También aborrecía cuando el casamiento se convertía en vivir el matrimonio en un piso falto de espacio, lo que llamaba el “pisamiento”.

En algunas obras defendió incluso la poligamia, que consideraba más digna que tener una querida o más “limpia” que el recurso a la prostitución. Pensemos en la hipocresía de la época: en las grandes ciudades europeas deambulaban por las calles numerosas prostitutas, señal de que había, más que oferta, una gran demanda. Quizá su animadversión a la prostitución se debía a haber contraído la sífilis (bien en Madrid, París o Amberes), una de las enfermedades más generalizadas en el siglo XIX.

A decir de quienes lo conocieron, la relación con las mujeres fue uno de los aspectos de su vida que más le preocupó y uno de los más ocultos también. Con Amelia Roldán, a la que se ha llamado la Cubana –si bien era de Valencia, de padre cubano–, aspirante a cantante de ópera a la que conoció en 1892, tuvo una hija –que falleció pronto– y un hijo, así como una hija póstuma. Los celos de Ganivet por las posibles infidelidades de Amelia en su entorno del teatro –pues ella había quedado en España mientras él estaba fuera por motivos de trabajo– es uno de los posibles detonantes para su supuesto suicidio –si es que creemos esta teoría del suicidio–. Algunos biógrafos mantienen que la hija póstuma de Ganivet con Amelia era en realidad hija de un conocido tenor de la época.

Ganivet no solo mantuvo económicamente a Amelia, sino a la madre de esta y parece que también a la tía y a las tres primas de Amelia. Pero ocultó la relación a su propia madre, que falleció sin saber de ella, y a sus hermanos, que no la conocieron hasta años después. De la misma forma guardó en secreto la existencia de Amelia así como la de su hijo en las primeras embajadas en las que trabajó.

Por otro lado, mantuvo relaciones amorosas en los países en los que vivió –a decir de algunos críticos tuvo una gran capacidad de seducción–. La más conocida con Masha Diakovsky, la Rusa –nacida en Viena de padre ruso– a quien conoció en 1896, traductora y pianista, una mujer muy interesante que le inspiró numerosos poemas. Si bien la relación acabó pronto, al parecer debido a los celos de Amelia.

Algunos biógrafos afirman que Ganivet tuvo una hija con otra joven, Alyssa Lundin.

No fue el diplomático granadino sino un hombre de su tiempo, el fin de siècle, donde las mujeres oscilaban, bajo el punto de vista masculino, entre el “ángel del hogar” y la femme fatale. Pensemos que en el XIX surgen el sufragismo, el feminismo y un nuevo tipo de mujer independiente económica y sentimentalmente, la new woman, ante la cual los varones se sentían atraídos y a la vez fuertemente amenazados.

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Ana Morilla Palacios

Doctora por la UGR con el programa Teoría de la Literatura y del Arte y Literatura Comparada. Profesora, editora y escritora.

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